Por Manrique Álvarez-Acevedo. Colegiado 1087

Estaba muy nervioso mientras caminaba desde la salida del metro de Moncloa hasta su Escuela en la ciudad Universitaria, la ETSIN, en la que esa tarde de comienzos de octubre de 1967 comenzaba sus estudios para llegar a ser ingeniero naval.

No era para menos. Tras once años en un mismo colegio, haber superado el duro curso de preu y el examen final que daba acceso a la universidad, ahora iba a sufrir un gran cambio entrando en una carrera que, según las noticias, era durísima, pero a sus diecisiete años y pocos meses la ilusión de forjarse un futuro profesional en el mundo de los barcos vencía todos sus temores.

Sin saber cómo, una duda le vino a la mente: “Si soy de Madrid, no tengo familiares marinos y sólo conozco los buques por mis vacaciones en Málaga o Alicante, ¿por qué me atraen tanto?” Inmediatamente encontró una respuesta: el Cine.

Como la inmensa mayoría de los niños españoles urbanitas de los cincuenta, sus amigos y él habían tenido durante la infancia y adolescencia el Cine como su afición estrella para los fines de semana, siendo lo habitual cada tarde de sábado ir a un cine de programa doble con sesiones continuas (con lo que disfrutaban de dos películas por cinco o seis pts, que poco a poco subieron hasta las diez o algo más ya a mediados de los sesenta), entrando cuando podían y abandonando la sala cuando querían. Con este régimen, más los extras de algunos domingos yendo a un cine de estreno en sesión numerada, veían anualmente bastante más de cien películas en la pantalla grande (la pequeña no llegó a la mayoría de sus hogares hasta ya empezados los sesenta).

Y repasó mentalmente entre aquellas películas las de aventuras marinas que tanto le habían impactado a lo largo de su joven vida: la versión cinematográfica de la primera “novela” de viajes, con Odiseo (Kirk Douglas) amarrado al mástil de su nave para no caer en la trampa que, con sus cantos, le tendían las pérfidas sirenas (“Ulises”), de batallas navales en la antigüedad clásica (nadie superaría jamás la incluida en “Ben-Hur”); de los drakkar airosamente navegando con su vela cuadra a franjas rojas y blancas amenazando las costas del occidente europeo (“Los Vikingos”); de piratas “de verdad” en el Mar Caribe, no fantasmillas rizosos y rijosos (“El temible burlón”, irreemplazable Burt Lancaster); de la fallida expedición inglesa de la Bounty al Pacífico en búsqueda del árbol del pan (“Rebelión a bordo”, con sus increíbles secuencias para intentar doblar el Cabo de Hornos hacia el Pacífico); de los combates navales en las guerras napoleónicas (“Motín en el Defiant”, con el mando de su honesto comandante, Sir Alec Guinness, socavado permanentemente por su segundo a bordo, Dirk Bogarde, excelsos actores); de goletas mercantes que competían en el tráfico desde Alaska a California (“El mundo en sus manos”); o la lucha sin tregua del enloquecido capitán Ahab con su particular Leviatán (“Moby Dick”), las dos protagonizadas por Gregory Peck; de una profética aventura imaginada por Julio Verne (“20.000 leguas de viaje submarino”, Nemo-James Mason frente a Ned-Kirk Douglas) y aún de otra historia suya, con su protagonista, Phileas Fogg (David Niven), comprando en pleno viaje el buque mixto Henrietta y ordenando a su capitán que, agotado el carbón, desguazara toda la madera de su superestructura y la quemase en las calderas para poder llegar a tiempo a su destino y ganar su gran apuesta (“La vuelta al mundo en 80 días”); del más recordado naufragio de un trasatlántico (“La última noche del Titanic”, lógicamente muy inferior en el trucaje a la última “Titanic”, pero con un guión 100 veces superior a ésta); del audaz raid en el Atlántico Norte, durante la Segunda Guerra Mundial, del más famoso acorazado alemán de la Historia perseguido por la práctica totalidad de la Home Fleet británica tras haber hundido al orgulloso Hood en un combate épico (“¡Hundid al Bismarck!”); de la inimaginable, pero real, singladura en corso del germano crucero auxiliar Atlantis involucrando decenas de buques de guerra ingleses en su búsqueda (“Bajo diez banderas”); de la encarnizada caza de un submarino alemán por un destructor americano (“Duelo en el Atlántico”), de las batallas navales entre la U.S. Navy y la Flota Imperial japonesa en el Pacífico (“Primera victoria”)…

Pero no, esas películas le habían ilustrado el mundo de los barcos, mayoritariamente de los buques de guerra, a lo largo de la Historia, pero la que consideró más le había inclinado a tratar de ser ingeniero naval fue el caso de “Misterio en el barco perdido” (“The Wreck of the Mary Deare”), producción británica de 1959 dirigida por Michael Anderson con un dos protagonistas sobresalientes, Gary Cooper, en una de sus últimas películas, y Charlton Heston, en la cumbre de su carrera, acompañados por un novel que se estrenaba en ella en un papel secundario, el posteriormente muy famoso Richard Harris.

Narraba un intento de estafa a una compañía de seguros marítimos mediante el autohundimiento de un viejo buque “tramp”, un antiguo Liberty en la película, al que subrepticiamente su armador le había “aligerado” de su valiosa mercancía de motores de aviación en su último puerto de escala previa, trama que daba la oportunidad de rodar escenas muy descriptivas del buque abandonado navegando sin gobierno con mala mar y su difícil abordaje por el equipo de un remolcador de salvamento, así como la posterior encuesta legal y técnica por la presunta pérdida del buque y su cargamento, concluyendo con las operaciones para reflotar el carguero encallado en los bajos de los Minkies, al sur de la isla de Jersey en la entrada del Canal de la Mancha, una vez que se constataba que no se había hundido… pero que podría serlo intencionadamente en aguas profundas camino a su reparación, temas todos ellos que le parecieron fascinantes y reforzaron su atracción por los buques mercantes, lejos de escenarios bélicos.

La película le impactó cuando la vio con unos diez años, tras su estreno en España, la volvió a ver meses o semanas más tarde en un cine de sesión continua y hasta una tercera vez mucho después cuando la emitieron en la única cadena de televisión existente en esa época.

Sí, ésa fue la película que más le influyó a la hora de ir pensando elegir carrera, por más que en ella no se tratara del proceso de la construcción naval en sí, tema que no consta haya inspirado ningún guión de película conocida hasta la fecha.

Y ahí acabó la remembranza, porque mientras había revistado aquellas películas acababa de llegar a la Escuela y esa tarde empezó sus estudios…

Allí, con la necesaria aportación de esfuerzo, más sudor y casi lágrimas durante los dos primeros cursos, fue aprobando asignatura tras asignatura, pero simultáneamente descubriendo y aprendiendo los conocimientos teóricos necesarios para su futuro laboral y confirmando, con enorme satisfacción, que no se había equivocado a la hora de elegir carrera.

Y también tuvo la oportunidad de vivir unas muy específicas “prácticas” de navegación: los veranos de 1971 y 72 los dedicó a cumplir las primeras fases de su servicio militar, entonces obligatorio, en la Milicia Naval Universitaria de la Armada, incluyendo una formación específica y práctica, a menudo muy interesante, y lo que más apreció en esos meses fue una singladura de dos semanas a bordo de un buque de guerra (no muy moderno ni impresionante, el LST L-13 “Conde de Venadito”, construido en 1955, participante activo en la guerra de Vietnam y recién vendido a la Armada por la US Navy) por el Mediterráneo occidental y costa atlántica andaluza, donde tuvo ocasión de hacer unas cuantas guardias diarias de puente o de máquinas, e incluso participar en una práctica de fuego con sus montajes dobles de 75 mm, que inmediatamente le recordaron escenas de combate artillero vistas en películas una década antes.

Pero lo mejor que sacó de su paso por la Escuela fue el grupo de amigos, compañeros de curso y varios también de los dos veranos de mili, con los que estableció una ligazón de confianza mutua y solidaridad que sigue inalterable 50 años después.

El 25 de septiembre de 1973, habiendo superado los cinco cursos de la carrera y teniendo pendiente de terminar y presentar su proyecto fin de carrera, como era lo habitual, entró a trabajar en un astillero y casi simultáneamente se afilió como precolegiado estudiante al COIN, descubriendo que éste se había fundado sólo unos meses antes de que él iniciara sus estudios en la ETSIN.

Sintió un ramalazo de orgullo cuando muy pocos años después, tras presentar y aprobar su proyecto fin de carrera, obtuvo su título de Ingeniero Naval y consecuentemente la categoría de colegiado de pleno derecho en el COIN.

Pasó catorce años trabajando en un astillero, donde también se integró en un equipo de compañeros que se convirtió en círculo de amigos, viviendo en directo cómo los cálculos, planos y documentación constructiva en cuya realización tomaba parte se transformaban en grandes buques petroleros, OBOs y graneleros, que se elaboraban, prefabricaban, montaban, botaban, terminaban su armamento a flote, realizaban las pruebas en muelle y, antes de su entrega, viajaban a su varada en un dique suficientemente amplio para el repasado y pintado final de su obra viva previo las pruebas de mar que, casi sin excepción, se realizaban en los días de viaje de vuelta al astillero, pruebas que el ya menos joven ingeniero consideró siempre una oportunidad de oro para descubrir nuevos aspectos de la carrera más atrayente de toda la politécnica. En aquellos viajes, de vez en cuando se acordaba del vetustísimo Mary Deare que le enamoró tanto un cuarto de siglo atrás como para inducirle a dedicarse a la Ingeniería Naval.

Y ya con 37 años le “movilizaron” desde el astillero a las oficinas centrales de la compañía en Madrid, lo que él, influido por su afición a la Historia y al Cine, siempre consideró que era como pasar “del frente ruso a Berlín”, para bien y para mal, comentario que no siempre fue apreciado por sus nuevos superiores.

Veinte años después tuvo el honor de ser elegido vocal de la Delegación Territorial del COIN en Madrid y, dentro de las actividades de ésta, propuso y fue aceptado por la Junta Territorial que se hicieran sesiones de Cine-Fórum relacionadas con el ámbito de la Ingeniería Naval, en las que se proyectaba una película y se invitaba a un colegiado o experto en el tema técnico naval más relevante de la cinta en cuestión para que diera una charla, a la que seguía un pequeño debate con el público invitado. Ni que decir tiene que el ya muy maduro ingeniero presentó la candidatura de “Misterio en el barco perdido”, realizándose el correspondiente Cine-Fórum el 19 de octubre de 2009, incluyendo una conferencia sobre salvamento de buques impartida por la Directora de SASEMAR, actividad que batió el nivel de asistencia previo a dichas sesiones y alcanzó un notable éxito.

Cuando ahora me afeito cada mañana frente al espejo no puedo dejar de extrañarme por no reconocerme físicamente como aquél joven que inició sus estudios de Ingeniero Naval en 1967, pero si cierro los ojos recorro de nuevo el camino entre la estación del metro y la Escuela y siento el escalofrío de emoción cuando atravesé su puerta de entrada, pregunté dónde estaba la clase y hasta me tomé un café en la minúscula cantina de entonces, que regentaba Josefina, porque, por mucho que mi envoltura esté muy obsoleta, mi espíritu sigue invariable.

En estos 50 años transcurridos desde la fundación de nuestro Colegio, y de mi casi simultánea entrada en la Escuela, hasta la época actual, he seguido amando el Cine y he disfrutado de algunas películas destacadas que en mayor o menor grado tienen una temática relacionada con la Ingeniería Naval, como la clásica y famosísima cinta dirigida por Eisenstein en 1925 sobre el estallido prerrevolucionario ruso en la flota del Mar Negro en 1905, “El acorazado Potemkin” (que no había visto de estudiante);, la alemana y técnicamente definitiva “El submarino”; la muy buena ilustración del desafío de la Copa de América en “La fuerza del viento”; las tramposillas “La caza del Octubre Rojo” o “Marea roja”; dos películas sobre sendas tempestades extremas, “Tormenta blanca” y “Tormenta perfecta”; la técnicamente inmejorable “Titanic”, de James Cameron; la excelente “Master and Commander”, de Peter Weir…

Sí, sin duda muchas de ellas son técnicamente muy superiores a “Misterio en el barco perdido”, pero ésta fue, ha sido y creo que siempre seguirá siendo, para mí, mi película en relación con mi carrera, Ingeniero Naval.